Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec
Exposición temporal “Hilos de historia”

El mediodía del 27 de septiembre de 1944, el Museo Nacional de Historia abría sus puertas en el Castillo de Chapultepec. Terminaban cinco años de trabajos en los que se adaptó el viejo edificio imaginado por el virrey conde de Gálvez, emblemático sitio de jóvenes héroes, residencia que floreció con Maximiliano y Porfirio Díaz, para tomar un nuevo perfil republicano: ser el lugar de la memoria mexicana. Desde esa mañana, sus colecciones mostrarían la fuerza de la historia nacional como fundamento de la identidad. El propósito general del museo no ha cambiado en estas siete décadas, aunque sí dibuja una y otra vez, interminablemente, sus líneas modernas. Entre otras, ha reformulado la carga simbólica de los objetos que nos llegan del pasado. Y tal vez más que ninguna otra colección, la de indumentaria se ha desdoblado en diferentes maneras de percibir el mundo y de “leer” los tonos humanos.

Hace setenta años, a trajes, vestidos y casacas, pañuelos, sombreros y joyas se les entendió como ecos de costumbres ya desaparecidas; algunos de los objetos, muy pocos en realidad, como ejemplares de los héroes que estaban en las raíces históricas de la genealogía nacional; y en nuestros días, son evocación de identidades individuales de mujeres y hombres que cargaron en sus cuerpos, en su indumentaria y accesorios, los signos del gusto y la funcionalidad, de la economía y el ritual. Igual que nosotros ahora…, y también de manera diferente a nosotros.

Hilos de historia no es el relato de sucesos en los que la indumentaria fue actor secundario, ni narra la evolución de la moda. Su intención es acercar al público a los criterios de los especialistas para la construcción de colecciones que son patrimonio colectivo.

Hilos de historia responde al impulso íntimo de sus últimos guardianes, historiadores y restauradores del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), profesionales de la memoria dedicados a su estudio y cuidado. Los criterios de selección derivan del rigor en el trabajo, en la apuesta por descifrar el significado de cada uno de los objetos. Los objetos que aquí se resguardan han sobrevivido por su valor. Son apreciados por su estricta manufactura, por su pertenencia a personajes destacados de épocas pasadas, por lo exquisito de sus materiales. Casi dos centenares de piezas escogidas de las colecciones de indumentaria del Castillo de Chapultepec se agrupan para contar sus propias historias. Vestidos, encajes, pañuelos, abanicos, bolsas, trajes, sombreros y accesorios atestiguan la ronda de generaciones de hombres y mujeres como señales de su posición social: militares, comerciantes, damas de sociedad, gobernantes, revolucionarios… Y como piezas de museo, cada uno ofrece la explicación de su conservación: sus bocetos biográficos están hechos de pequeños sucesos de las vidas de sus propietarios; el paso del tiempo marcó su destino desde el acopio y la custodia hasta el resguardo y el trabajo de investigación y restauración.

Las piezas de indumentaria son vastas y opulentas unas; disimuladas y austeras otras. Maravillosas en su conjunto, todas de naturaleza frágil. Su existencia presente, su persistencia y la difusión de su significado son la vocación principal del INAH: construir valores mediante la memoria que nos traen las cosas heredadas del pasado.


¿Por qué conservar?

Cuenta un mito de la Grecia antigua que el primer vestido digno de la admiración humana fue tejido por las tres gracias para la boda de Harmonía, pacífica diosa de la concordia. Sería un regalo de la sabia Atenea. Tan valioso era, que el vestido fue ofrecido al templo de Delfos, lugar del oráculo, ventana a los sucesos futuros.

El viejo mito anuncia un gusto universal: atesorar vestidos y aplicaciones cuyas manufacturas se cargan de símbolos, de signos que marcan los actos de hombres y mujeres.

Textura del tiempo, la indumentaria es portadora del lenguaje corporal, mensajera de los ritmos de la vida: la hay señalada para el nacimiento y los ritos de iniciación, los matrimonios y los partos, los bautizos o el duelo. Portadores de signos políticos y sensuales, militares o civiles, solemnes y festivos, los trajes y vestidos que hoy se guardan en el Museo Nacional de Historia se asemejan al regalo de Atenea. Por su valor estético y su carga simbólica son ventanas al pasado.

El valor de las antigüedades

El propósito de todo museo es explicar el orden de las cosas. Los objetos son cuidadosamente tipificados, inventariados, catalogados. A veces con imprecisión: en realidad, la formación de las colecciones está determinada por los azares que habrían regido a cada objeto desde su manufactura y uso hasta su conservación y estudio. La experiencia y el análisis constante de historiadores, restauradores, químicos, ingenieros textiles y otros expertos afinan el conocimiento de cada pieza hasta ubicarla en su tiempo y lugar.

En particular, cada pieza de indumentaria guarda un secreto. Es el residuo de lo que el tiempo no devoró. Y contiene, a veces en un solo detalle, el motivo que llamó la atención de los coleccionistas y que lo hizo sobrevivir hasta llegar a las gavetas del museo.

Mérito a la autenticidad

Los museos son síntesis de la realidad. Como custodios de los objetos heredados del pasado, el criterio de autenticidad es esencial en el acercamiento del presente con las costumbres pretéritas. Los curadores y restauradores deben saber distinguir las piezas auténticas de las falsas, sus fechas de factura y los propósitos de su fabricación. Pero las piezas por sí mismas sólo muestran el opaco silencio de su antigüedad. Es necesario estudiarlas con detalle, saber su origen, revisar sus formas, sus diseños, las arquitecturas que las hicieron funcionales, útiles, bellas, hechas, vendidas y usadas por gente viva y en épocas precisas. El primer paso de este conocimiento lo propone el objeto como creación cultural.

Cada objeto que el museo resguarda está lleno de signos; en sus detalles pueden mirarse las huellas cifradas de usos singulares que hoy ya son extraños. Aunque pocas veces llevan los nombres y apellidos de sus dueños originales, las piezas de indumentaria se valoran por ser portadoras de mensajes inapelables, legibles por sus contemporáneos. Y por eso se las guardó.

Preservar para transmitir

El lenguaje de los museos es la metáfora: el visitante camina a través de analogías entre cosas de distinta naturaleza y entreteje los relatos que la información y la imaginación le procuran. Casacas de colores vivos, chalecos y pantalones ajustados del siglo XVIII se avecinan con los vestidos franceses del siglo XIX. Chalecos y vestidos volantes a la francesa, la polonesa o la inglesa, miriñaques o “guardainfantes”, sombreros y sombrillas daban forma a los cuerpos según la ocasión; zapatos y zapatillas, encajes y dobladillos permiten, hoy, reconocer los cambios generacionales a lo largo de casi dos siglos.

El rescate de esos mensajes y su difusión es una de las tareas del museo. Ensaya contar la historia por medio de las cosas. Con la lectura de los objetos, con su calculada ubicación entre otros con los que se relacionan, los mensajes de la historia adquieren aliento vital.

De los materiales

El mundo se lleva puesto y desde siempre se carga con imaginación creativa. Accesorios de oro, plata, marfiles, perlas o carey entre los más pudientes; de conchas, hueso y otros elementos valorados por la cultura popular. Pocas veces se lleva con simpleza: toma formas de figuras mitológicas o sagradas, de entorchados, cadenas y filigranas, de pulidos y tallados de madera, piedras, abanicos con escenas bucólicas, relojes, leontinas, cadenas, guardapelos y portarretratos, gargantillas, collares y pulseras ricamente elaboradas por artesanos diestros y anónimos.

Las colecciones del Castillo de Chapultepec abundan en metales, cuentas de perlas y piedras semipreciosas; pelo, piel, plumas y cuerno; tintas y papel; carey, concha nácar y marfil. No menos nobles, también las hay de fibras duras, madera y semillas.

Técnicas de factura

Hasta mediados del siglo XIX las telas y los tejidos eran hechos a mano o con instrumentos elementales de los talleres artesanales y obrajes. Los ornamentos finos, como encajes y pasamanerías, salían de las manos femeninas en casas, conventos y pequeños talleres familiares. Pero a partir de 1835 Esteban de Antuñano inició, en Puebla, el hilado con telares mecánicos en “La Constancia Mexicana”. Cuentan las crónicas que llegó a emplear hasta 30 mil trabajadores.

El portador

Los museos no son depósitos de cosas inanimadas. De hecho, cada objeto remite al recuerdo de rostros, historias, actos fundacionales. Son ventanas hacia los habitantes de la memoria: muchos se valoran y resguardan por su proporción humana, por haber pertenecido a nombres y apellidos que no quieren olvidarse: Hernán Cortés, Manuel Tolsá, José María Morelos, Vicente Guerrero, Benito Juárez, Maximiliano, Francisco Madero, Emiliano Zapata, Francisco Villa, Venustiano Carranza, María Félix..., nombres que han llenado, con su fuerza, los tiempos mexicanos.

Las piezas de la colección de indumentaria son esas telas desplegadas a las que los restauradores devuelven luces y volúmenes después de décadas de oscuridad: lanas, paños y sedas, con sus paisajes de lentejuelas, perlas y encajes, parecen respirar el perfume de vidas largo tiempo extintas.


Una colección que se forma poco a poco

Las colecciones son el alma de un museo y determinan su vocación. Desde el decimonónico Museo Nacional Mexicano hasta las tareas del Museo Nacional de Historia en el Castillo de Chapultepec en el siglo XX, el coleccionismo ha sido construcción permanente. En la actualidad son frecuentes las donaciones y las compras de piezas que reúnen las características de autenticidad histórica y singularidad estética. Ciento catorce años de coleccionismo han dado forma a este patrimonio de todos.

A comienzos del siglo XX, cuando se inició el acopio de piezas para el museo, se eligieron las prendas relacionadas con personajes destacados en la historia de México. El origen fueron cuatro vestidos de mujeres novohispanas; en esos años se integrarían las casullas sacerdotales de Miguel Hidalgo y José María Morelos, así como sus sacos y casacas; las de Vicente Guerrero y otras más se sumaron al acervo.

Por ese entonces se adquirieron también piezas que no destacaron por su propietario sino por las habilidades de su autor, por el uso de materiales o por sus singulares diseños distintivos.

Lo más reciente

La colección de indumentaria del museo se ha enriquecido durante los últimos 14 años. Entre otras piezas, se consiguieron vestidos de uso casual, cotidiano, del siglo XIX y de los dos primeros tercios del XX, del que apenas se tenían muestras.

Compras y donaciones son el origen de nuestra colección de indumentaria. En ambos casos, la generosidad y convicción en el propósito de custodia, estudio y memoria del museo han movido a personas e instituciones. Destaca la colección de Ramón Alcázar, que llegó al Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología (antecedente del INAH) en 1917.

El lote de la emperatriz Carlota

El Castillo de Chapultepec debe su fama emblemática a muchas razones. Tal vez una de las más arraigadas en el alma mexicana remita a sus residentes. Sin duda, uno de los personajes más recordados es la emperatriz Carlota de Bélgica.

Con el propósito de modernizar el espacio dedicado a la historia del Segundo Imperio, entre 1960 y 1964 el director Antonio Arriaga emprendió una campaña para adquirir objetos relacionados con ese momento. La respuesta fue notable: desde Estados Unidos y Europa se donaron piezas que –aseguraron sus dueños originales– habían pertenecido a la emperatriz. Destacan la capa ofrecida por Allan P. Hendry y las medias, los mitones, los zapatos y las sandalias donados por Marthe Tierghein Destrée.

Sin embargo, la primera donante de estas prendas fue la misma emperatriz Carlota: en 1866 entregó al antiguo Museo Imperial un par de zapatos.

Algunas adquisiciones del siglo XX

Entre los benefactores de la colección del Castillo de Chapultepec están Concepción Lefort, Margarita Santín de Fontura, Ana María Tavera, Salvador Miranda, Emma Meade, la familia Guevara Escobar, María de los Ángeles y Martha Vela, Dolores Rincón Gallardo, Ángela Malo, Celia Gama, la familia Lacouture, María Fernanda Suárez, Mise Villa Michel, Beatriz Cirilo, Lilia Venegas, María del Carmen de Arechavala y David Olvera.

Un caso de adquisición por exhumación se exhibe en esta muestra: el pañuelo que envolvía los huesos de Hernán Cortés encontrado en el Hospital de Jesús de la Ciudad de México en 1946.

Para formar la Sala de Indumentaria (1945)

Cuando se trasladaron los más de 15 mil objetos del antiguo museo (a un costado del Palacio Nacional) al Castillo de Chapultepec, diversas prendas de vestir se agruparon para formar una sala dedicada a la indumentaria, que se abriría en 1945. Con la intervención de la historiadora y arqueóloga Eulalia Guzmán se adquirieron varios vestidos, zapatos, sombreros, guantes, abanicos y una buena cantidad de figurines de la afamada revista La moda elegante.

En 1948, el INAH destinó los fondos suficientes para comprar una amplia colección de vestidos, faldas, capas, capuchones, medias, pantalones y chalecos a Salvador Miranda con el dictamen de los coleccionistas Franz Mayer y H. H. Behrens. En 2012, adquirió para el museo la colección formada por más de mil seiscientas piezas de Rodrigo Flores.

Herencia del Antiguo Museo Nacional

El último tercio del siglo XIX, el próspero empresario guanajuatense Ramón Alcázar reunió la que tal vez fue la más importante colección de piezas de arte suntuario europeo y mexicano. Pero su bonanza sufrió un quebranto y por incumplimientos fiscales el Estado mexicano le recogió la cuarta parte de su acervo, que se depositó en el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía en 1917.

Alrededor de siete mil objetos formaron la afamada “Colección Alcázar”. Entre ellos, mantones, rebozos, pañuelos, enaguas, abanicos y relojes que se exhiben en el Castillo de Chapultepec. Recientemente, varios abanicos fueron sometidos a tratamientos de conservación y restauración por los alumnos de la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía “Manuel del Castillo Negrete” del INAH.

El inicio de una colección

El Museo Nacional comenzó su colección de indumentaria en 1900 con cuatro vestidos virreinales donados por doña Isabel Pesado viuda de Mier, quien al ir a vivir a Francia instruyó se hiciera la entrega en la Ciudad de México.

El entonces director, Francisco del Paso y Troncoso, ordenó que se exhibieran los cuatro “curiosos ejemplares antiguos” en las enormes vitrinas que explicaban el virreinato.

Estos vestidos de novohispanas de alto poder económico y social no sólo posibilitaron el comienzo de la colección de indumentaria, además ampliaron el aspecto social de la historia de la Nueva España.

A 114 años de su ingreso al museo, estos vestidos se exhiben después de haber sido intervenidos en el taller de restauración del Castillo de Chapultepec.


Cédula de cierre

Los hilos de historia no sólo entretejen los nudos de nuestra cultura, ni son jirones de tramas biográficas olvidadas de grandes mujeres y hombres. Valorada como patrimonio de todos los mexicanos, cada una de las piezas de la colección de indumentaria llama a buscar la estatura humana entre costuras, en la recuperación de las formas y la interpretación de signos y adornos.

En los patrones de corte y en las calidades de las telas exhala un aliento muy cercano a nosotros: la conciencia que nuestros ancestros tenían de sí mismos, de sus cuerpos y sus entornos, de las obligaciones rituales y prácticas que regían los movimientos de brazos, piernas, cuellos y torsos. Se trata de la identidad personal y de los ritmos de la vida. Cada objeto legitimado en el Castillo de Chapultepec es una aproximación de la historia a la antropología.